Sumo extranjero

Sumo extranjero, o una propuesta etnográfica en la microficción

Janette Becerra

I could be bounded in a nutshell and count myself a king of infinite space.

William Shakespeare

Hamlet, Acto 2, Escena 2.

Julio César Pol no podía haber escogido mejor título para esta colección de microrrelatos: Sumo extranjero es la traducción literal al castellano de gaijin-rikishi (外人ー力士), término con el que se denomina al luchador de sumo que no sea japonés, es decir, al extranjero que adopte este deporte de combate. Pero en español la frase resulta tan rica en connotaciones, que en sí misma recoge también los sentidos de un hablante lírico extranjero (puertorriqueño, en este caso) respecto a la etnia exótica que explora, el carácter superlativo de cualquier tipo de exclusión o perspectiva foránea, e incluso la caracterización de la obesidad como fenómeno, condena y poder a la vez, tema que Pol ha trabajado antes (Mardi Gras, 2012). Es, además, la manifestación de todo un universo de sentidos, aunque restringido a la camisa de fuerza de textos liliputienses, apenas mayores que la nuez de Hamlet. 

A pesar de ser esta su primera incursión —al menos en formato de libro completo— en la narrativa, los relatos de Sumo extranjero asombran por su profundidad y continúan la misma propuesta estética que Pol ha cultivado extensamente en sus múltiples y excelentes poemarios, y que ha bautizado como “poesía etnográfica”:

Mi trabajo actualmente es levantar los fundamentos para esta nueva poesía, la poesía etnográfica. La etnografía es el estudio de las etnias, de su modo de vida, de los rasgos, de su cultura (signos, valores, creencias, motivaciones, prácticas, énfasis y perspectivas). Trata de observar, descubrir y documentar el modo de vida de la gente en ese grupo: ¿qué hace esta gente? ¿Cómo se comportan? ¿Cómo interactúan entre sí? ¿Cómo interpretan “la realidad”? ¿Cómo justifican sus decisiones? ¿Cuáles son sus aparentes incongruencias y sus ambigüedades? […] Una poesía que logre una inmersión profunda en la etnia, en un grupo (en los lugares de trabajo, en los hogares, en los manicomios, en las cárceles). Una poesía que le permita al lector vestirse de otra piel, en esa otra realidad. Que permita al lector descubrir los signos, los procesos mentales, las decisiones, las f(r)icciones, las incongruencias de ese grupo de gente. Una poesía que explore la gente en un espacio físico y en un período de tiempo, la experiencia humana en el cronotopo. No un cronotopo como los propuestos por Immanuel Kant o Mijaíl Bajtín, sino uno en el que el espacio y el tiempo (que habita en las mentes humanas) están intervenidos por una causalidad en reversa (cum hoc ergo propter hoc), donde el conocimiento y la experiencia se apropian de las realidades físicas, para crear nuevas formas, mediciones, significados y valores en el cronotopo percibido. El cronotopo percibido, en contraposición al físico […] es vital para la literatura. (Pol, en entrevista con Román Samot)

Así como en su poesía, los microrrelatos de Sumo extranjero constituyen una exploración etnográfica. Con ellos, el lector se adentra en la cultura particular de estos luchadores japoneses, desde su hiperbólico régimen alimentario y culto a la comida, hasta los rituales sagrados del dohyō o “cuadrilátero” de lucha (irónicamente redondo, en este caso), y la disciplina férrea del establo, nombre con el que se denomina a la casa de entrenamiento en la que conviven y se forman los practicantes del principal deporte nacional japonés.

Podemos ver ejemplos del extremo régimen alimentario de los sumos y su extravagante ingesta de calorías en deleitosos relatos como “Chanko Nabe | Sancocho”, así como en pasajes concretos de otros microcuentos en los que —contra toda lógica nutricionista occidental— se abordan las (para nosotros) paradójicas reglas del consumo calórico mínimo requerido a estos luchadores, sus nefastas consecuencias (como en “Kō kettō | Hiperglucemia”) y sus valientes, aunque escasas, disidencias:

“Intentaba que su dieta no bajara de las 16,000 calorías diarias. Así comió hasta que logró el cuerpo perfecto”. (“Kanzen | Perfecto”)

“Aunque Misago seguía el régimen de ejercicios, se comía apenas una cuarta parte de las 12,000 calorías que ingerían sus compañeros: él se negó a engordar y punto”. (“Sukinī | Delgado”)

En el caso de este último fragmento, resulta notable el conocimiento del autor sobre la cultura que explora, ya que, si bien el peso ideal del sumo (de hasta 450 libras) se considera una ventaja, no es menos cierto que “la velocidad, la precisión y el equilibrio determinan muchas veces el resultado del combate, y los luchadores más pequeños, pero más rápidos, deleitan con frecuencia a los espectadores al tirar al suelo a una mole y ganar así el combate” (“Sumo: La belleza”).

Del mismo modo, varios de los relatos que conforman este conjunto documentan el carácter sagrado del dohyō o tarima especial de combate que ha sido parte de la tradición japonesa desde hace siglos, ya que esta forma de lucha libre se asocia con la ceremonia religiosa Shinto: de hecho, antes de comenzar el enfrentamiento, los sumos tiran al aire puñados de sal para purificar el ring (“Sumo: La belleza”). Véase, solo a modo de ejemplo, el siguiente extracto sobre la reverencia al espacio sacro del dohyō que Pol ilustra en el relato “Butsukari-geiko | La práctica”: “A Wakashima, el orín en el dohyō le pareció un sacrilegio. Pero guardó silencio. Se lavó, cambió del dohyō la arena y la paja”. Es de notar, de hecho, que esta práctica deportivo-religiosa exhibe una asombrosa hondura metafísica, o al menos así la percibe y transmite, con gran sensibilidad, Pol. El exquisito cuento “Karasu no Kau | El canto del cuervo” es un ejemplo elocuente de ello: “la mala suerte que canta el cuervo no es para el cuervo”.

El establo o campamento de entrenamiento del sumo es también un espacio de rigor, castigo y dolor:

La vida de un aprendiz de sumo es dura […]  para la mayoría, la casa de sumo es el único hogar que el joven aprendiz de luchador conocerá durante la mayor parte de su carrera de sumo. Muchos se ven forzados a retirarse a causa de enfermedades o heridas, y es raro que un luchador compita después de los treinta y cinco años de edad. (“Sumo: La belleza”)

Baste para ilustrarlo la brevísima, hermosa y contundente imagen plástica que se presenta en el siguiente microrrelato: “Los repetidos golpes contra el suelo y las palmas de los oponentes hicieron que una de sus orejas pareciera un domplin y en la otra naciera una coliflor” (“Gyoza | Orejas de coliflor”).

Cualquier violación a la estricta disciplina de entrenamiento y al régimen nutricional de los sumos puede conllevar castigos severos, aun cuando se trate de un detalle tan nimio como el de añadir ajo a las cocciones que consumirán los luchadores: “Hasta que ese día el jefe del establo lo descubrió cortando un diente de ajo.  La ración de Takikaze terminó en el fregadero y no le quedó otro remedio que acostarse sin comer” (“Chanko Nabe | Sancocho”). Y las sanciones a estas pequeñas infracciones pueden adquirir dimensiones tan hiperbólicas como que incluso conduzcan a la muerte:

Tenían que hacer pasar su muerte como inaudita. ¿Cómo explicar el cuello roto? Unos se debatían sobre si debieron pretender un seppuku. Y estuvieron a punto de clavarle el wakizashi en el vientre, pero se detuvieron porque el cuerpo ya estaba frío. ¿Y cómo explicar que alguien con el cuello roto se clavara una espada hasta la aorta?  Así que la respuesta era ahorcar al cadáver. (“Wakizashi | Espada corta”)

Esta inmersión de Pol en “los procesos mentales, las decisiones, las f(r)icciones, las incongruencias” de los sumos que propone su estética etnográfica nos conduce también a atestiguar historias de amor, pasión y traición entre los aprendices del establo, como se evidencia ampliamente en el apasionado relato de sexo y contagio titulado “Beya | Establo de Sumo”, o en este otro pasaje de “Kazan”:

Un uwate-nage hizo que Unriu cayera sobre la esposa del presidente de la compañía automotriz. Por dos segundos ella sintió en sus frágiles huesos el peso de un volcán, la roca vívida de sus músculos, el aliento que exhalaba fuego, la fusión de la receta vivificante del chanko nabe de su establo, la firmeza en el amarre de su pelo. No hubo noche del resto de su vida en que pudiera dejar de pensar en su cuerpo. (“Kazan”)

El extraordinario balance que Pol alcanza en Sumo extranjero entre dos géneros (la lírica y la microficción) es de vieja estirpe: ya es sabido que el cuento es un tipo de texto intermedio entre la novela y la poesía, pues tiene un matiz semipoético y seminovelesco, según opinaba la gran Emilia Pardo Bazán:

Noto particular analogía entre la concepción del cuento y la de la poesía lírica; una y otra son rápidas como un chispazo y muy intensas —porque a ello obliga la brevedad, condición precisa del cuento—. Cuento original que no se concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay -dispensa, lector, estas confidencias íntimas y personajes en que no se me ocurre ni un mal asunto de cuento, y horas en que a docenas se presentan a mi imaginación asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel. Paseando o leyendo; en el teatro o en ferrocarril; al chisporroteo de la llama en invierno y al blando ritmo del mar en verano, saltan ideas de cuentos con sus líneas y colores, como las estrofas cn la mente del poeta lírico, que suele concebir de una vez el pensamiento y su forma métrica. (Citada en Baquero Goyanes, pp. 140 y ss.)

Y como añade Baquero Goyanes:

En resumen, el cuento es un preciso género literario que sirve para expresar un tipo especial de emoción, de signo muy semejante a la poética pero que, no siendo apropiada para ser expuesta poéticamente, encarna en una forma narrativa próxima a la de la novela, pero diferente de ella en técnica e intención. Se trata, pues, de un género intermedio entre poesía y novela, apresador de un matiz semipoético, seminovelesco, que sólo es expresable en las dimensiones del cuento. (Baquero Goyanes 148)

En su artículo “El arte del cuento” (publicado en ABC el 17 de enero de 1944), Azorín también iluminó el peculiar parentesco entre cuento y poesía al afirmar que “El cuento es a la prosa lo que el soneto al verso”. Como elabora Baquero Goyanes al respecto:

El soneto supone un esquema rígido de versos, de sílabas y de acentos, al que ha de adaptarse el pensamiento poético del autor. El límite del cuento es flexible, no sujeto a esquema alguno, sino impuesto por la índole del asunto. No obstante, la comparación de Azorín es certera, ya que la finura, la concentrada belleza y la precisión del cuento evocan las características de los mejores sonetos (142).

Esta caracterización aplica incluso con más fuerza en el caso de la minificción, que por su necesaria síntesis narrativa extrema requiere la mayor condensación posible de sentidos, la economía verbal, la tensión discursiva sin tregua y la súbita iluminación del lector tras una revelación inesperada, recursos muy semejantes a los que nutren la creación lírica, y que Pol maneja con maestría. Como nos ha hecho saber nuestro autor: “El poeta” —y yo me permito añadir aquí “el autor de ficción breve”— “tiene que asumir su responsabilidad como un termostato social. Con la poesía se tiene que tomar el pulso de los grupos de personas, de las etnias y de los pueblos. Con esa visión, […] la poesía tiene tanto o más que aportar que cualquier rama de las ciencias sociales. Pero una vida no da para esa encomienda. Mi objetivo es crear la zapata” (Pol, en entrevista con Román Samot).

Con precisión matemática, la arquitectura de los microcuentos de Pol (también doctor en Economía) retoma el matiz lírico y evidencia magistralmente una calculada condensación de voces y conflictos narrativos, un universo de tradiciones milenarias y subtextos contemporáneos sobre el sacrificio, la pasión y el dolor que, aun siendo constreñido, no deja de ser totalizante, como aquel reino infinito hamletiano que cabe en una nuez.

Referencias:

Baquero Goyanes, Mariano. El cuento español en el siglo XIX. Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Instituto Miguel de Cervantes, 1949.

Román Samot, Wilkins. Entrevista a Julio César Pol: “Mi trabajo actualmente es levantar los fundamentos para esta nueva poesía, la poesía etnográfica”, Rebelión, 9/9/2021.https://rebelion.org/mi-trabajo-actualmente-es-levantar-los-fundamentos-para-esta-nueva-poesia-la-poesia-etnografica/

“Sumo: La belleza de una ceremonia tradicional y la fuerza”, https://web.archive.org/web/20071013162326/http://web-japan.org/factsheet/es/pdf_Spanish/sumo_es.pdf

Karasu no Kau | El canto del cuervo        

Cuando se bajó Umegatani del taxi que lo llevó por primera vez al establo, sobre el alero del edificio había un cuervo cantando. El dueño del establo y el taxista pensaron: “Mal augurio”. La primera noche durmió con la cabeza hacia el norte, igual que acomodan a los muertos. Sus compañeros de establo lo reprendieron y murmuraron: “Mal augurio”. En la cena, al siguiente día, fue el último en comer. Puso sobre la mesa un plato de arroz con los palos apuntando hacia arriba, igual que el incienso en los funerales. La dueña del establo los reacomodó horizontalmente y con un golpe en la mesa lo increpó: “Mal augurio”. Cuando se cortó las uñas, lo hizo como los embalsamadores a los cadáveres: de noche.  Por meses estuvieron esperando que se muriera. Pensaron hasta regalárselo a otro establo. Lo empezaron a apodar “el cuervo”, porque cuando comenzó a competir parecía que iba a matar a los contrincantes. Ahí entendieron que la mala suerte que canta el cuervo no es para el cuervo.

O bāchan | Abuela

La abuela de Shiranui era una mujer muy meticulosa, pero dada al riesgo en la inversión. Era una de esas personas de buen ojo para las oportunidades. De joven su familia tenía ocho ovejas en apenas un acre. Ella estaba decidida a salir de la pobreza. Y comenzó a estudiar las mejores ovejas del poblado. Robaba de noche el semen de los mejores carneros y castraba a los carneros enfermos de su rebaño. Luego, por un tiempo, asistió a las parteras del poblado hasta que aprendió de ellas todos los secretos del oficio; al día siguiente no las asistió más. El mismo proceso que aplicó con sus ovejas lo aplicó con los padres de sus hijos. Necesitaba mano de obra fuerte e inteligente. Cuando tenía diecisiete años viajó a la capital y fue amante de un veterinario, que era bastante intelectual y medía un poco menos de dos metros. Con él mantuvo una sórdida relación de quince años y, al igual que con la partera, lo dejó al día siguiente de entender que no podía aprender de él nada más. Con él tuvo cinco de sus doce hijos. Con meticulosa observación y arduo trabajo, ya en su vejez, había multiplicado aquellas ocho ovejas en catorce rebaños de un poco menos de ochenta ovejas cada uno, y el humilde acre original en más de 800. Además de un matadero, tenía también un telar. Cuando le preguntaban cómo había logrado su éxito, ella les contestaba: “Todo es urdimbre y trama”.

Ryogoku eki | La estación del tren de Ryogoku

Shakaigagua había tomado el tren equivocado y el viaje desde Ryogoku hasta el aeropuerto de Narita le había tomado tres horas. Había llegado tarde y su vuelo estaba por partir. La verdad es que el kimono apenas le permitía caminar y arrastraba una maleta grande con todos los presentes para su familia en Hawái. Él hubiera perdido el vuelo, pero como volaba en primera clase y recién había ganado la copa del Emperador, las azafatas lo reconocieron en la recepción y le pidieron ayuda a la aeromoza en jefe. Mirae, que estaba en la oficina administrativa, llegó a la mesa de recepción a asistirlo, y un recuerdo súbito de su niñez la estremeció, como si la palma de ese luchador le hubiera golpeado el esternón a toda velocidad. Hacía una semana que su abuela había muerto y recordó cómo su o bāchan tendía en la sala una manta que ella había bordado y traía el onigiri con ciruelas y el pescado asado. Y se sentaban juntas a ver los torneos y a hablar sin denuedo sobre los cuerpos sudados de los luchadores.

Por eso, le permitió saltarse la fila de cateo y caminó con él hasta el control de emigración. Y cuando se despidió para dejarlo, Shakaigagua la miró a los ojos y le dijo: “Domo arigato gozaimasu”, e hizo una reverencia plena ante ella. Ningún hombre le había hecho una reverencia, y mucho menos frente a tanta gente. Ver el chonmage inclinándose ante ella, la curva entre el cráneo y el cuello grueso, el trapecio y los deltoides masivamente definidos, la transportó a todas esas tardes de lujuria con su abuela. Los pies de Mirái temblaron y tuvo que apretar los muslos para contener su entrepierna con fuerza. Los 200 pasajeros en la fila de control de emigración enmudecieron: en sus mentes guardaron sus comentarios de reproche. En el aeropuerto de Narita solo existían ellos dos.